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05 diciembre 2009

El caso más extraño del mundo.

Una hermosa historia del blog de patricio, que salió la semana pasada en la revista el Chamuco.

Muchos casos extraños he investigado en el transcurso de mi larga carrera. Cientos de casos de infidelidad marital, protagonizados por hombres y mujeres que engañan al respectivo cónyuge con otros hombres o con otras mujeres, y hasta con seres del reino animal; robos de todo tipo, desde hurtos de objetos valiosos hasta robos de identidad con todo y huellas digitales; he investigados estafas, chantajes y extorsiones; he sido negociador en secuestros, algunos de ellos muy sonados, y en ocasiones le he sacudido el polvo a más de un indeseable que se ha interpuesto en el camino de alguno de mis clientes. El caso con el que me topé aquella mañana de octubre, sin embargo, me tomó por sorpresa. En el recibidor de mi pequeño despacho me esperaba una joven ­–demasiado joven– de aspecto humilde, recién bañada y arreglada como para asistir a un baile dominguero, que se puso de pie cuando entré y me dio los buenos días llamándome señor. Su candor desarmó mi instintiva hosquedad y, abriendo la puerta de la oficina, la invité a pasar y hasta le ofrecí un café con galletas, que no sólo aceptó de buena gana sino que consumió con singular fruición. Mientras ella comía y bebía su segunda taza de café, yo me preguntaba cuál podría ser el problema de una muchachita que se veía tan sana, pero ella resolvió el misterio una vez devorada la última galleta de chocolate. Sacó de su bolso, rosado y con perlitas de plástico, un pequeño monedero floreado, del cual a su vez extrajo un rollito de billetes de veinte pesos. Puso el dinero en el escritorio y, mirándome de reojo, me dijo que quería contratar mis servicios para que le encontrara un empleo seguro y bien remunerado. A sus diecisiete años cumplidos había llegado a la conclusión de que, a menos de que hiciera algo al respecto, pasaría su vida limpiando casas y lavando ropa ajena, tareas que había realizado desde que tenía once años, a cambio de una remuneración ridícula. Había buscado mejorar su situación tomando cursos de capacitación organizados por el municipio y visitando ferias de empleo, pero nada. Su esperanza de encontrar algo mejor se topaba con colas cada vez más grandes de muchachos y muchachas que se alineaban afuera de tiendas departamentales, farmacias o mini-súpers, todos compitiendo por escasísimas plazas laborales. Inquieta por naturaleza y romántica de corazón, se topó con el anuncio de mi pequeña agencia que aparece un lunes sí y un lunes no en la sección de nota roja de un diario local, y decidió probar fortuna con su servidor. La cantidad que me ofrecía alcanzaba para cubrir mis honorarios de un día, sin viáticos, pero acordamos que mientras yo me ocupaba de su asunto, ella se ocuparía de limpiar y ordenar mi cuchitril, por donde no habían pasado escoba ni jerga en varios años, y lavaría unos canastos de ropa sucia que se apilaban en casa desde que descubrí, hace mucho tiempo, que me resultaba más práctico y rápido comprar calcetines y ropa interior cada que necesitaba una muda, que utilizar el lavadero. Satisfecho con nuestro acuerdo, salí a la calle, compré el periódico y me puse a estudiar atentamente el aviso oportuno. Dos horas más tarde, habiendo extraído del periódico el puñado de anuncios que me parecieron dignos de una exploración más cuidadosa, me dediqué a hacer llamadas telefónicas y a concertar entrevistas. Al día siguiente, bien bañado, bien rasurado y bien trajeado de pies a cabeza, recorrí la ciudad visitando bancos, centros comerciales, oficinas públicas y empresas privadas, preguntando el tipo de trabajo que había que hacer, el sueldo y las condiciones laborales, sin dejar de echar un vistazo a las instalaciones y al personal, tratando de descubrir cuál de aquellos lugares sería el más adecuado para una chica llena de sueños y esperanzas. Las esperanzas de encontrar algo decente por esa vía de acción, sin embargo, comenzaron a esfumarse cuando comprobé, platicando con varios de los solicitantes, que la mayoría tenían estudios universitarios, hablaban inglés y conocían de computación, cuando mi clienta con dificultades había concluido la primaria en una escuela pública, lo que se traducía en que no sabía prender una computadora y no conocía una palabra del idioma de Shakespeare. Como la economía formal no prometía mucho, decidí explorar el ancho mundo de la informal, y lo primero que hice fue visitar a un ex compañero de la judicial federal, que ahora regentaba un grupo de vendedores ambulantes fijos y semi-fijos en las inmediaciones de una terminal de autobuses foráneos. Esquivando peatones y vehículos, peiné la zona buscándolo con la mirada, pero como no se veía por ninguna parte, pregunté por él a la dueña y encargada del prestigiado expendio de fritangas “La Bitamina (sic) T”, quien me dio la mala noticia de que mi ex colega había muerto un par de semanas atrás. Recabé entre los puesteros distintas versiones del incidente en el que mi ex colega perdiera la vida: unos aseguraban que había muerto heroicamente, defendiendo su territorio de un grupo rival de ambulantes que codiciaban el espacio en donde estaban instalados; otros decían que había sido levantado por unos narcos; otros más estaban convencidos de que había sido un crimen pasional, producto de la licenciosa conducta desplegada por el hoy occiso, a quien no se le iba viva una sola de sus agremiadas que estuviera en edad de merecer. Sea cual fuere la verdadera causa del deceso de mi otrora compañero, llegué a la conclusión de que ese universo laboral no era precisamente el más adecuado para la chica inocente que había puesto su futuro en mis manos, y me apresuré a explorar una tercera opción para conseguirle un empleo decente: el amiguismo. Como casi todo mundo en este país, yo conocía a alguien que a su vez conocía a alguien que trabajaba con alguien que tenía un alto cargo en la administración pública. Con tesón digno de mejor caso y un poco de suerte, finalmente pude contactar al licenciado en cuestión, quien me dedicó unos minutos de su apretada agenda, mientras tomaba café y postre en un conocido restaurante que tiene nombre de pata de cochino en francés. Después de identificarme –yo había trabajado como jefe de escoltas de otro licenciado amigo suyo–, yendo directamente al grano, le solicité una recomendación para que mi clienta se colocara en algún lado y eventualmente consiguiera una plaza, trabajando de lo que fuera: maestra, burócrata, enfermera, secretaria (ella no sabía hacer nada de eso, pero podía aprender). El licenciado hizo un par de llamadas telefónicas y me remitió con un tal Fito López, quien se encargaría de gestionar el empleo para mi muchachita. Impulsado por mi aguzado instinto detectivesco, realicé una rápida investigación del personaje, y me enteré que Fito López, alias “Pito loco”, estaba al mando de un batallón de edecanes que “prestaban sus servicios” en las Cámaras de diputados y senadores, y como no me imaginaba a mi joven clienta realizando ese tipo de “trabajos legislativos”, decidí seguirle buscando por otro lado. Y busqué y busqué, y caminé y caminé, pregunté, toqué mil puertas y no encontré nada. Hasta un pollero me rechazó, alegando exceso de migrantes, aunque accedió finalmente a anotarme en una lista de espera y prometió llamarme en la primera oportunidad. Y pues nada, que regresaba a casa con las manos vacías. La casa, por su parte, estaba irreconocible: pisos rechinando de limpios, todos los papeles ordenados sobre el escritorio, revistas y libros en los libreros, la ropa lavada, camisas y pantalones planchados, la mesa puesta, una olla de frijoles en la lumbre y un altero de tortillas hechas a mano en la mesa. Y las cosas en mi oficina no eran diferentes, todo lucía impecable, impoluto, perfecto. ¡Ella era perfecta! Habiendo visto la luz no podía dejar que se fuera de mi vida, pero como mi religión me prohíbe considerar siquiera la opción del matrimonio, le ofrecí un trabajo decente, estable y, en la medida de mis posibilidades, bien remunerado. Seguiría limpiando casas y lavando ropa ajena por un tiempo, pero le prometí capacitarla en labores secretariales y ¿por qué no? también en las detectivescas. Dios sabe que encontrar empleo en estos tiempos es una misión casi imposible, pero encontrar un(a) colaborador(a) confiable y eficiente, y que sepa hacer tortillas a mano, es mucho más difícil.


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